Algunas cosas no tan claras

“Un verso suelto, alguien que no busca la caricia de quienes se creen sus dueños, es peligroso para quienes quieren y pueden decidir de qué y cómo se informa”, escribe Miquel Ramos sobre ‘Las cosas claras’. 

Miquel Ramos – 30 de julio 2021 – La Marea

La semana pasada terminó mi breve paso por TVE. Recuerdo el día que me escribió Jesús Cintora, hace casi un año, en otoño de 2020. Hacía poco que había terminado mi colaboración con el programa Al Ras de À Punt tras un par de años acompañando a Jéssica Crespo y a Joan Espinosa una vez a la semana en la radio pública valenciana. 

Y me vino el típico síndrome del impostor, de aquel que piensa que no se merece lo que le pasa, y, en mi caso, preguntándome incluso si sabían bien quién era yo, lo que pensaba y lo poco que me callo. Pensé que quizás, una vez se dieran cuenta, no me volverían a llamar. Estamos muy poco acostumbrados a escuchar determinadas voces y ciertos discursos en televisión. Hay temas y opiniones que no interesa visibilizar, aunque afecten a la mayoría de la sociedad. Quizás también era eso. Lo raro que me parecía todo

En Las cosas claras se habló de desahucios y del derecho a la vivienda. De las corruptelas interminables de políticos de todo pelaje, y de las andanzas del intocable Borbón, algo que, sin duda, no sentaba nada bien en algunos despachos. O de la ofensiva reaccionaria y los discursos de odio cada vez más normalizados contra el feminismo, el colectivo LGTBI o las personas migrantes. Se debatía sobre las actuaciones policiales, sobre el poder de los medios de comunicación y de los oligopolios mediáticos. Y de las fechorías casi siempre impunes de los grupos nazis y fascistas.

Tampoco sentaba nada bien cuestionar a los grandes poderes de este país. A los bancos o a las compañías energéticas repletas de excargos de los distintos gobiernos gracias a las infames puertas giratorias. Cargos ocupados por miembros de esos partidos que deciden lo que hay o deja de haber en la televisión pública, con sus votos en el consejo de administración, por cierto. 

En todos estos casos pude hablar con absoluta libertad. Nunca nadie me censuró. Incluso los compañeros y compañeras con quienes debatía y discrepaba, a quienes me une hoy un cariño especial, enfrentaban mis opiniones con respeto. Había pluralidad en la mesa, y eso nadie lo puede negar. En todos los medios con los que he colaborado, he valorado mucho la honestidad y la bondad de mis compañeros y compañeras, más allá de su ideología o incluso de la empresa para la que trabajan. Y es algo de lo que me siento orgulloso, de poder presumir de haber estado rodeado de buena gente

Al preguntarle por Las cosas claras, el presidente de RTVE, Pérez Tornero, decía en una entrevista reciente que la televisión pública no puede albergar “programas para vociferar”. Otra excusa para desprestigiar uno de los pocos programas donde se hablaba de política y de actualidad con pluralidad de voces en la mesa. Sin embargo, nadie cuestiona que la televisión pública dedique recursos a informar sobre moda, sobre los asuntos del corazón de las élites y los famosos o que gaste recursos públicos en concursos de cocina y competiciones de talentos varios. ¿Regalamos así los espacios de reflexión y de debate a las empresas privadas? Si vas a una cadena privada, aceptas sus reglas, porque son un negocio y tienen derecho a elegir lo que hacen y cómo lo hacen. Pero lo público no debería estar sometido al mercadeo de favores e influencias, como desgraciadamente viene pasando en este país. 

En pocos meses he recibido una master class de la basura que hay detrás de todo esto. Y puedo decir que todo es más feo, despiadado y cruel de lo que parece. “Aquí hacemos periodismo. Hay gente que por detrás hace otras cosas. Y con eso tenemos un problema muy gordo. Sean honestos, hagan periodismo”, dijo Jesús en su despedida del programa. Y tiene razón. La campaña de desprestigio constante en diferentes medios, acompañando los movimientos subterráneos para acabar con el programa, no fue casual ni desinteresada. 

Yo le agradezco la oportunidad que me dio sentándome en su mesa. Pero más todavía, haber llevado a cabo un programa valiente, con temas incómodos para algunos bien poderosos, y haberlo sacado adelante a pesar de saber que tenía los días contados. Un esfuerzo que no se entiende solo por su profesionalidad sino también por su compromiso con los espectadores que hasta el último día no dejaron de apoyarlo. Y con el equipo que hizo el programa.

Las cosas claras y Jesús Cintora no han sido ni los primeros ni los únicos que han sufrido la censura descarada en este país. Unas veces fueron decisiones empresariales, por motivos varios, las que terminaron con algunos programas y vetaron a ciertos profesionales. Otras, decisiones judiciales que, años más tarde, acabaron demostrándose arbitrarias e improcedentes. 

Lo grave en este caso, y en otros anteriores, es que haya sido una televisión pública la que haya decidido privar a la ciudadanía de un programa informativo plural y cada vez más visto y apreciado por la audiencia, cuyo contenido no estaba sujeto a las presiones de los anunciantes ni a los intereses de las empresas propietarias de la cadena. Ni a las directrices de uno u otro partido. Un verso suelto, alguien que no busca la caricia de quienes se creen sus dueños, es peligroso para quienes quieren y pueden decidir de qué y cómo se informa. Y sus intereses, créanme, no son los mismos que los de la ciudadanía.  

La historia de una traición: el hombre que fue fusilado por culpa de su hermano en Orellana

El periodista Miquel Ramos viraliza en Twitter la traición del hermano de su bisabuelo extremeño durante los primeros meses de la Guerra Civil. La familia era conocida en el municipio pacense como ‘Los Forillos’

Celia Gálvez Núñez Cáceres | 18·07·21 El Periódico de Extremadura

Corría el verano del 36. Apenas unos meses después de estallar la Guerra Civil, las tropas franquistas se cebaron con Extremadura. El 14 de agosto el General Yagüe bombardeó la capital pacense dando lugar a lo que se conoció como la ‘Matanza de Badajoz’ que dejó casi 4.000 muertos.   

Un poco más al suroeste de la capital, en el municipio Orellana la Vieja, una familia estaba a punto de romper sus lazos por culpa de las diferencias políticas. Un hombre, del bando de los falangistas, iba a permitir que mataran a su propio hermano, que no era militante pero su tendencia era claramente de izquierdas y republicana. Sin temblarle el pulso y dándole igual que corriera su misma sangre por las venas, así lo hizo y el menor de la familia, Juan Ramos Collado, fue fusilado. Tiempo atrás, un tercer hermano había salvado la vida del seguidor de Franco tras ser detenido por los republicanos. Este último, Antonio Ramos Collado, además se hizo cargo de los seis hijos del que entró en prisión. «Cuando Franco dio el golpe de Estado, los republicanos lo apresaron. Mi bisabuelo –el que sacó al falangista de la cárcel– se plantó en el cuartel y pidió que no lo tocaran, que respondía por él». Una vez en libertad y sin importarle lo que su familia había hecho por él no titubeó al delatar a Juan y lo asesinaron.

La historia de la traición familiar la cuenta sorprendido Miquel Ramos, un periodista valenciano colaborador de TVE, la Marea y Cuatro, que no conocía este hecho del pasado de su familia en Extremadura hasta hace unos meses. La descubrió por casualidad, pero está seguro de que en el mundo rural debe haber muchas similares. «Comí con mi tía –nieta de Antonio, el hombre que salvó al traidor y hermana del padre de Miquel– y me contó la historia que yo no sabía ni por mi padre ni por mi abuelo. Fue chocante. No me imaginé que en mi familia hubieran sufrido un trauma de tal calado», relata.  

En busca de sus raíces

Los Ramos Collado eran muy humildes. En el pueblo los conocían como ‘Los Forillos’. «Eran más pobres que las ratas. Tanto que tenían que robar habas y se comían hasta las vainas», relata el periodista. Antonio, su bisabuelo, murió en la posguerra y con su mujer, Teresa Fernández Collado, tuvo cuatro hijos: Víctor Ramos Fernández –abuelo del periodista–, Máxima, Juan y Antonio. Su abuelo se casó con ‘La Chata’ de la familia de ‘Los Corujos’. Vivieron en la calle Corredera del pueblo hasta finales de los años 50, cuando se vieron obligados a emigrar después de una durísima posguerra en busca de un futuro para sus hijos. Hasta entonces, convivieron en el mismo municipio con el asesino de su hermano. «Con miedo y en silencio, pero sin tener relación alguna con el delator».

Con la crisis, una parte se marchó a Mallorca, otros a Madrid y el resto a Valencia, ciudad que eligieron los abuelos de Miquel y a la que años más tarde tuvo valor de personarse el «traidor de la familia». Repudiado por el resto de miembros Ramos Collado, se presentó en casa de su sobrino –Víctor, el abuelo de Miquel–, pero jamás consiguió contactar con él. «Tenía más familia en Valencia, pero aprovechó la visita para intentar contactar con mi abuelo. Por suerte estaba trabajando en ese momento. Estaba mi abuela, que no quiso recibirle, ya que temía que mi abuelo apareciera y no respondiera de sí mismo. Mi tía, con tan solo 12 años abrió la puerta, le miró y le dijo: en esta casa no entras porque mi padre dice que aquí no vienen ni fascistas ni traidores». Estas palabras las aprendió de Víctor, que dolido por la pena que sufrió su padre durante toda una vida, se prometió repudiar cualquier acto fascista. «El bisabuelo Antonio murió muy triste por lo ocurrido con el pequeño de sus hermanos», le cuenta a Ramos su tía.