La Edad de la Mentira: “De la Red Gladio a los ultras en Italia y España”

Entrevista en La Rosa de Los Vientos (Onda Cero): La extrema derecha española empezó a parecerse un poco más a la europea cuando murió el dictador Francisco Franco. Hablamos del libro ‘Antifascistas’ con su autor Miquel Ramos. 

Dos personas asesinadas en un bar LGTBI de Bratislava en un ataque neonazi

El supuesto autor de los hechos fue hallado muerto horas después. Previamente había publicado un manifiesto en sus redes sociales donde justificaba la acción y amenazaba a judíos, migrantes y personas LGTBI.

Miquel Ramos – La Marea – 13 de octubre 2022

Un hombre armado ha asesinado a tiros a dos personas que se encontraban en un bar LGTBI de Bratislava y ha causado heridas a otra persona más. Los hechos ocurrieron este miércoles sobre las siete de la tarde. Juraj K., un estudiante de 19 años, había publicado momentos antes un manifiesto en sus redes sociales titulado Una llamada a las armas, en el que justificaba el ataque y arremetía contra las personas migrantes, judías y el colectivo LGTBI:

“Todos sabemos quiénes son las principales ‘personas’ responsables, cuyas cabezas (y narices) deben estar en el tajo, a quién culpar de todo este lío. A quién culpar por el aumento descontrolado de la inmigración no blanca a Europa y los Estados Unidos. A quién culpar por el aumento de la degeneración, la mariconería, el transexualismo, la desviación de todas las formas. A quién culpar por el lavado de cerebro masivo del público a través de los medios, periódicos y ahora las redes sociales. A quién culpar por esclavizarnos financieramente. Y, más recientemente, a quién culpar por impulsar una forma de control social completo, un ‘pase de buen chico’ para las personas que simplemente toman un golpe totalmente seguro, para que ZOG sepa que son un buen ganado obediente”.

El manifiesto consta de 65 páginas y es un alegato similar al que hicieron público terroristas neonazis como el noruego Anders Breivik, autor del asesinato de 77 personas en 2011, o el neozelandés Brenton Tarrant (a quien cita en el texto), que ejecutó a 51 personas en una mezquita de Christchurch en 2019. En su página inicial, el escrito del eslovaco contiene el símbolo nazi del sol negro, ligado al ocultismo nazi y usado habitualmente por neonazis de todo el mundo. El manifiesto de Tarrant también tenía una portada similar, y el neonazi que intentó asesinar a la expresidenta argentina Cristina Kirschner lo llevaba tatuado. Este símbolo también formaba parte del logo del batallón neonazi Azov que combate en Ucrania.  

El texto, plagado de declaraciones racistas, LGTBIfóbicas y llamadas a la violencia, advierte del supuesto peligro que corre la raza blanca, y señala a un complot judío mundial que favorece las migraciones y las mezclas raciales. Esta conspiración es conocida como la Teoría del Gran Reemplazo, esgrimida en sus múltiples versiones también por políticos ultraderechistas. “Desde las instituciones multilaterales o gobiernos como el español se sigue promoviendo la inmigración masiva y desordenada con la excusa de resolver el problema demográfico, apoyando un auténtico reemplazo generacional y poblacional en Europa”, dijo el eurodiputado de Vox, Jorge Buxadé, en una conferencia de la Red Europea de Política Migratoria y Control de Fronteras integrada por formaciones de la extrema derecha europea.

El supuesto autor de los hechos fue encontrado muerto horas después del atentado, en circunstancias todavía no esclarecidas. Según informa la BBC, fue identificado en medios eslovacos como hijo de un excandidato de un partido de extrema derecha. La presidenta eslovaca, Zuzana Caputová, manifestó su condena al atentado y llamó a combatir la discriminación y los discursos de odio contra el colectivo LGTBI: “Mis pensamientos están con las víctimas inocentes del tiroteo de ayer en Bratislava y con aquellos que ya no se sienten seguros después”, remarcó. 

Ainhoa en los márgenes de La Modelo

Hacía tiempo que la cartelera cinematográfica no nos ofrecía tan buenas y bonitas coincidencias. La casualidad hizo que se juntaran en las salas varias historias que hablan de lo que a algunos les molesta que se hable. Historias cuyos protagonistas enseñan otros mundos habitualmente ajenos a los productos de masas y a los medios de comunicación mayoritarios. Relatos molestos, a pesar de ser más que cotidianos y bien sabidos, pero cuyo marco no suele encontrarse en la versión oficial de la historia.

Los laterales del velódromo de Anoeta llenos a rebosar en un habitual día lluvioso en Donostia, mientras la Borken Brothers Brass Band ameniza la espera y se suceden los reencuentros y los abrazos de gente llegada de diferentes ciudades y países. Algunos ya pasaron por aquí hace veinte años para asistir al concierto de despedida de Negu Gorriak, reunidos tras su separación para celebrar la victoria judicial sobre Enrique Rodríguez Galindo, el general de la Guardia Civil que los demandó por la letra de la canción Ustelkeria (podredumbre), en la que se denunciaban los vínculos de este miembro del GAL con el narcotráfico. Galindo sería condenado a más de 70 años de prisión por el secuestro, las torturas y el asesinato de Lasa y Zabala, aunque tan solo cumpliría cuatro al ser excarcelado por supuestos problemas de salud.

La heroína inundaba de manera exagerada e impune los barrios obreros, y se cebó con la juventud de aquellos años. Black is Beltza II: Ainhoa, el film de Fermín Muguruza que se estrenó en Anoeta el 23 de septiembre de este año, cuenta a través de sus personajes el daño que hizo la droga, y cómo los servicios secretos de varios países se sirvieron de esta para comprar voluntades, financiar sus operaciones e intentar destruir a la insurgencia, condenando a muerte a toda una generación. La película de animación, la segunda parte de esta saga, nos pasea por medio mundo y por las revoluciones y los movimientos revolucionarios de los años 80, desde el Líbano hasta Argelia, pasando por Cuba o Afganistán, sin perder nunca el eje vasco que atraviesa todo el film, y que pone, además, la mayor parte de su banda sonora. Hace semanas que se proyecta en varias salas de todo el estado, y está ya en las listas de varios festivales internacionales.

Thank you for watching

Pocos días después, las imágenes de decenas de personas exhibiendo pancartas, abrazándose, riendo y llorando en las salas de cine, volvían a inundar las redes sociales. La película En los márgenes, dirigida por Juan Diego Botto y escrita conjuntamente por la periodista Olga Rodríguez, ponía en el centro de su historia el problema de la vivienda, la indolencia institucional y su pantanosa burocracia con los más vulnerables, y cómo vecinos y vecinas se unen para combatir juntos, parar los desahucios y apoyarse los unos en los otros cuando sus mundos se derrumban. Desde su estreno, hace menos de una semana, los medios generalistas se ven obligados a hablar de desahucios cuando comentan el film, y parece que, por un instante, el marco perverso de ‘la okupación’, que salpica la mayor parte del menú mediático, se topa con este contrarrelato que ofrece esta magnífica obra de una realidad tan común.

Sus protagonistas, además, son miembros de estos colectivos, mujeres y hombres que han luchado y continúan luchando en sus barrios. Los artífices de la película contaron con ellos desde el principio, acudieron a sus asambleas, a sus hogares, se hicieron amigos, compartieron sus sueños, penas y alegrías. Esto se nota, no es un film desde la distancia ni la arrogancia que algunos directores muestran cuando pretenden explicar algo sin contar con sus verdaderos protagonistas. Juan Diego y Olga han conseguido que cualquiera que vea esta película entienda qué lleva a la gente corriente a unirse, a luchar y a ayudarse cuando las instituciones les dan la espalda y el sistema intenta deshacerse de ellos.

Por si fuera poco para estos días, los cines ofrecen además otro film que rescata otra historia de luchas y denuncias. Se trata de lo que sucedió en las prisiones de este país a los pocos años de la muerte de Franco, más allá de la amnistía a la mayoría de presos políticos. Una historia de las cárceles, pero no de esas historias que habitualmente llegan salpicadas por los tópicos habituales que envuelven los conocidos como ‘dramas carcelarios’. Esta vez, el director Alberto Rodríguez ha sabido esquivar muy bien estos marcos para contar la historia de la COPEL, la Coordinadora de Presos en Lucha, que se gestó aquellos años y que denunció la falta de derechos que siempre ha existido en estos agujeros negros de las democracias. Modelo 77 cuenta lo que sucedió en la cárcel Modelo de Barcelona, en medio de la ciudad, donde vecinos podían oír a los presos, y los presos podían ver y oír a los vecinos más allá de los muros. Un agujero negro, como tantos que hoy existen, rodeado de edificios y carteles publicitarios con luces de neón.

A pesar de lo jodido de estas historias, lo que subyace en todas ellas, lo que ofrecen estas tres películas que hoy coinciden en salas, son historias de solidaridad, de ternura y de lucha, más allá del drama que las atraviesa. Son miradas que esquivan el regocijo en la miseria, en la resignación y en el nihilismo, y ofrecen soluciones y alternativas más que dignas. Son los valores que todas ellas transmiten lo que las hace grandes, necesarias. Es la determinación de Ainhoa para arriesgar su vida por las causas justas que defiende. Es la perseverancia de los vecinos y las vecinas en ayudarse cuando los bancos acechan a cualquiera de ellos, las instituciones les dan la espalda y la policía los golpea y los echa de sus casas. Es la dignidad de los presos comunes que se niegan a perder su humanidad cuando los recluyen en la oscuridad y los privan de muchos más derechos que su libertad.

Tenemos grandes directores, guionistas, actrices y actores que han entendido el cine como una herramienta de concienciación y transformación social, de denuncia y de utilidad pública, no como un simple entretenimiento. No es de extrañar pues, que haya habido algunos intentos de boicot y desprestigio contra ellos, y contra el mundo del cine en general, por parte de los de siempre. Por esto, la mejor contribución que podemos hacer es ir al cine. Ir a verlas. Hablar de ellas. Generar debate y tomar partido. Presten atención a lo que cuentan estas películas, porque muchas de estas grandes y pequeñas revoluciones siguen en marcha. Algunas lejos, pero otras bien cerca, en tu barrio, en las asambleas de vecinos, en el centro penitenciario de las afueras. Y mientras, como cantaba Íñigo en Joxe Ripiau, nos vemos también en el Cinema Paradiso, este lugar donde se forjan los sueños.

Columna de opinión en Público, 12 de octubre 2022

Prevenirnos de sargentos Jenkins

El sargento Wayne Jenkins dirigía una unidad de élite de la Policía de Baltimore, y hacía lo que le daba la gana. Sus miembros eran temidos en toda la ciudad, y ofrecían buen material para las estadísticas, las fotografías y las ruedas de prensa del cuerpo que resaltaban el éxito de sus operaciones y la contundente respuesta contra el crimen. En principio, todo bien de cara a la galería. A Jenkins lo invitan a dar una charla a los agentes recién llegados. Ante ellos reivindica la buena praxis del cuerpo y advierte de cómo se deben hacer las cosas:

No he venido a hablaros de aplicar la fuerza cuando no hay más remedio, sino de pegar porque quieres, porque te crees con derecho por llevar una placa. Eso sí es brutalidad policial. En serio, esa brutalidad sobra. Puede parecer divertido. ¡Si yo lo entiendo! Darle un guantazo a algún gilipollas para que se calle. Coño, ¡claro que sienta bien, sí hombre! Pero ese tipo de brutalidad es un obstáculo para nuestro trabajo. (…) Con la brutalidad no se consigue nada. (…) Un agente de policía en la calle, si conoce la ley y sabe cómo aplicarla, si sabe escribir un informe claro y conciso, si comprende su propia autoridad, gana. Y no gana a veces, gana siempre, todas las putas veces. Da igual lo que hagáis ahí fuera. Cuando entráis en la sala de un juzgado de una ciudad, vuestra palabra está por encima

El discurso completo transita por una cierta ambigüedad, pero quizás precisamente eso era lo que pretendía el guionista: remarcar la contradicción entre la retórica y la realidad. De vez en cuando, una parte de la droga incautada por los hombres de Jenkins acababa en su poder, y varios miembros de la unidad hacían negocio con ella. Estos agentes usaban demasiadas veces la fuerza de manera desmesurada y arbitraria, hechos que quedaban impunes en demasiadas ocasiones. También chantajeaban a delincuentes e inocentes para conseguir lo que querían para su propio beneficio. Todo falló, -dijeron luego sus jefes- se dejaron pasar algunas denuncias de abusos, hasta que Asuntos Internos no tuvo más remedio que investigar a la unidad entera tras la muerte de un detenido bajo custodia policial y las denuncias de una asociación de derechos humanos que había recogido múltiples testimonios. Y descubrió el pastel.

El cineasta David Simons llevó esta historia real a la ficción en su excelente serie La ciudad es nuestra, en la que retrata los hechos y cómo sus protagonistas justifican sus acciones. Da la impresión a menudo que incluso se creen con el derecho a hacerlo, ya que cobran poco, se juegan la vida, y limpian de indeseables la ciudad. Nada raro en este tipo de perfiles autoritarios que justifican saltarse las leyes porque se creen por encima de ellas, porque si no les dejamos que se pasen de la raya de vez en cuando, si nos ponemos exquisitos, ¿a quién vamos a llamar cuando nos pase algo?

Es cierto que no son pocas las acciones dentro del cuerpo contra agentes corruptos. Hemos visto recientemente desmantelada una trama de narcos en la que había agentes de varios cuerpos policiales, o la detención de un Ertzaintza que tenía 55kg de cocaína, por ejemplo. Y numerosos buenos trabajos de Asuntos Internos para extirpar las manzanas podridas que llevan placa y uniforme. Esto es así y hay que reconocerlo. Sin embargo, respecto a ciertas actuaciones cuestionadas por la opinión pública o denunciadas por cualquier ciudadano, si no implican tramas delincuenciales o asuntos demasiado feos, la cosa no resulta tan fácil.

Existe cierto corporativismo y otros factores que permiten cierta impunidad para estos casos. Aunque desde la institución se consideren nimias, a quien le toque lidiar con ello y se enfrente a una denuncia por atentado a la autoridad o cualquier otro supuesto delito similar con la palabra de unos agentes como única prueba, va a pasar unos años bien jodido. Ha habido, además, condenas sonadas como las de los miembros de Podemos, Isa Serra y Alberto Rodríguez, o las del caso Alsasua o el de los seis de Zaragoza, pero son muchos los ciudadanos anónimos que acabaron igual, sin más prueba que la palabra de los agentes. Algunos, obligados a pactar reconociendo unos hechos que aseguran no haber cometido para evitar penas mayores si van a juicio, ya que no confían demasiado en que el juez les crea a ellos antes que a los funcionarios.

Ayer se presentó en Madrid el informe Transparencia y rendición de cuentas de los cuerpos policiales en el Estado español que han realizado conjuntamente Irídia, Novact y Rights International Spain (RIS), en el que precisamente ponían el foco en esto. Entre sus conclusiones, tras una intensa investigación y recopilación de datos, se afirma que “los diversos mecanismos internos de rendición de cuentas policiales en el Estado español no son suficientemente independientes ni eficaces”. Algo que debería hacer saltar las alarmas de cualquier demócrata, que se rasga las vestiduras ante la represión en otros países cada vez que ve el telediario, pero piensa que, en su país, en su Policía, todo funciona perfectamente.

Los primeros interesados en despejar cualquier sospecha deberían ser los propios funcionarios y ministros al cargo. El silencio, la mentira y la opacidad no hacen más que acrecentar esas dudas, y una democracia no se puede permitir el lujo de tener zonas oscuras. La fiscalización de las instituciones por parte de la sociedad civil es un síntoma de madurez democrática de la ciudadanía, esa exigencia de más democracia que no debería existir si esta fuese transparente y efectiva. Deberíamos celebrar que existan organismos independientes al poder político que cuiden la salud democrática, más todavía en este Estado que ha demostrado mediante varios y sucesivos escándalos, la existencia de una cloaca permanente e impune, unos medios de comunicación compinchados con ésta y un poder político que se lava las manos ante cualquier escándalo de este tipo. Lo vimos con la acción “bien resuelta” de la Policía española y la marroquí en la masacre de Melilla, según el ministro del Interior, a pesar de las decenas de cadáveres que dejaron, o de los muertos en la playa del Tarajal hace unos años. Por no hablar de las cargas policiales en varias protestas, de las que no se recuerda sanción alguna a quienes golpean en la cabeza o disparan balas de goma a la cara saltándose sus propios protocolos. Cero autocrítica. Cierre de filas, todo bien y a seguir.

“Así fue la agresión de María León a una policía”, titulaba el pasado lunes El Mundo una información que tan solo recogía el atestado policial del incidente entre la actriz y varios agentes de la Policía Municipal de Sevilla días atrás. No es que fuese así, como dice El Mundo, sino que la policía dice que fue así. No es lo mismo, aunque el titular sentencie que esta versión es la realidad. La filtración del atestado para contrarrestar el relato de la actriz (que asegura que fue víctima de un abuso policial) no plantea ninguna pregunta sobre quién lo filtra, algo que parece obvio, pero que saca a relucir el papel de algunos periodistas que presentan una versión de unos hechos como la verdadera, tal y como el titular de la pieza sugiere. Nada nuevo. Hemos visto en reiteradas ocasiones cómo se filtraban incluso datos personales de hasta quien solicitaba permiso para una manifestación. Y la fuente, en ambos casos, es evidente, como lo es también la intención y el tándem entre algunos funcionarios, periodistas y el relato interesado de la institución.

Discutí recientemente al respecto en televisión con un representante de Jupol, y ambos coincidíamos en una cosa: si los agentes llevasen cámaras y se grabasen las intervenciones, no habría necesidad de disputarse gran parte del relato de los hechos. Todo quedaría grabado, como sucede en otros países, y cuyas imágenes de las actuaciones polémicas a menudo filtra la propia institución en un honorable ejercicio de transparencia. Puede que sea una opción, no se si la mejor, pero al menos habría que tenerla en cuenta. Pero sin estos ni otros mecanismos, todo queda en manos del juez de turno.

El informe de citado, además, concluye que “el Comité de Derechos Humanos de la ONU ha mostrado su preocupación en relación al Estado español por las debilidades de las investigaciones de denuncias y sanciones relacionadas con el uso de la fuerza, así como por la concesión de indultos a agentes de la policía condenados por el delito de tortura”.

Una democracia no tendría que temer a su ciudadanía, ni al periodismo, ni a la transparencia. Cualquier sospecha que se cierna sobre sus instituciones debería ser contestada con absoluta claridad, sin nada que ocultar ni nada que sugiera que se oculta algo. Además de hacer autocrítica cuando algo falle y sancionar cualquier irregularidad cuando proceda. Lamentablemente esto no sucede, y a quien lo pide, casi que se le señala como antipatriota y antisistema, exigiéndole una suerte de fe ciega en las instituciones, una carta blanca incuestionable, pues, ¿a quién va a acudir cuando lo necesite? Esta respuesta habitual ante cualquier crítica da a entender que existe una especie de carta blanca para quien debiera protegernos. Lo mismo que pensaba también el sargento Jenkins y sus secuaces de Baltimore. De momento, el Estado puede dar las gracias a que existe sociedad civil organizada y crítica, así como periodistas que no miran hacia otro lado. Lo que se necesitan son más medidas para evitar que personas con voluntad de servicio público se conviertan en Jenkins.

Columna de opinión en Público, 5 de octubre de 2022