Tapar la inmundicia con banderas y títulos

Madrid volvió a ser el pasado fin de semana el escenario de la última opereta orquestada por las extremas derechas, en una concentración contra el actual Gobierno y en el que se sirvió el menú habitual: el relato de la España en peligro, de la rendición de la democracia ante fuerzas oscuras, y la existencia de “un plan de más largo alcance que permanece oculto y que avanza hacia una mutación constitucional por cauces ilegítimos”. Nada que no hayamos escuchado ya de estas derechas contemporáneas, aquí en España, en Washington o en Brasilia.

La estimulación de la conspiranoia es una de las tácticas históricas de las extremas derechas para presentarse como salvadores de una patria amenazada y secuestrada por el mal endémico de estas sociedades que, según Vargas Llosa, votan mal. Lo vimos nada más ganar las elecciones José Luís Rodríguez Zapatero y se empezaron a mover algunas fichas. Lo explicó el exministro y expresidente de la Generalitat Valenciana, Eduardo Zaplana, el pasado domingo en la entrevista que realizó Gonzo para el programa Salvados, quien minimizó sus guiños a las teorías de la conspiración del 11M y señaló a Zapatero como el inicio de la rotura de España. Lo que omitió Zaplana es que aquello supuso la escisión del PP que fue luego Vox, cocido a fuego lento durante aquellos años con fundaciones, chiringuitos y medios de comunicación que reclamaban más derecha contra los derechos.

Son las viejas fórmulas de siempre con ligeros aderezos que sirven para movilizar a sus masas y cubrir de ilegitimidad a un Gobierno. Aunque el verdadero anhelo de fondo es que no se toquen determinados privilegios. En eso consisten las batallas culturales de las derechas, que sirven tanto para no hablar de ciertos temas, como para azuzar los instintos más primarios del patriotismo y el conspiracionismo de los privilegiados cuando se ven amenazados.

Retratar esto no significa alabar a un Gobierno que se resiste a tocar los cimientos de un sistema estructuralmente corrupto y viciado, que traiciona sus propias promesas electorales y que rebaja sus políticas para no parecer demasiado progre. La mera salida tangencial del guion consensuado durante décadas por el bipartidismo, aunque sea mínima, es suficiente siempre para estimular a esa caverna que secuestra las palabras democracia y libertad mientras enarbolan banderas franquistas, como las que vimos ondear en este último akelarre ultra. El mantra es siempre el mismo, sea contra los matrimonios igualitarios, los derechos de las mujeres o las múltiples formas de diversidad. Una masa que viene ya inyectada de casa con altas dosis de miedo e ira, y un patriotismo de pandereta y banderita, que permanece siempre alerta en su trinchera ante el avance de las tropas marxistas, separatistas y multiculturalistas, y que supura con cierta asiduidad.

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Esta vez, lejos de la mítica foto de Colón con las tres derechas, solo quedó Vox. Eso sí, acompañado de una retahíla de chiringuitos ultrapatriotas que salen y se reproducen convenientemente al toque de corneta, con la carcunda habitual a la que pocos manifiestos para salvar España les faltará por firmar. Estos reivindicaron su papel organizador del acto, al que dicen que habían invitado a diferentes políticos, pero que finalmente capitalizó la formación de Abascal, en primera línea de todas las fotos.

Más allá de lo que se cueza en el sector derecho, y de que empecemos a sudar vergüenza ajena con las sucesivas campañas electorales que nos esperan, el foco deberíamos ponerlo en lo que pasa más allá de las instituciones, en las calles, en los servicios públicos con los sanitarios en pie de guerra y los estudiantes volviendo a alzar la voz. También en lo que le queda por hacer a este Gobierno, que no es poco.

Las pantomimas ultras nos dan para este y muchos otros artículos, pero no debemos perder de vista que todavía queda la promesa de derogación de la Ley Mordaza, que la reforma del Código Penal que se ha planteado puede significar más represión para los movimientos sociales, y que todavía, cada día, hay gente que se queda sin casa, sin trabajo y sin sustento, mientras otros incrementan sus patrimonios. Este es el verdadero asunto que debería preocuparnos, por el que la derecha nunca saldrá a la calle, y para lo que el Gobierno actual ofrecerá paños calientes que bien salvarán circunstancialmente a muchos, pero no tocarán las estructuras que lo provoca. Le toca a la izquierda reaccionar, como hemos visto en Francia ante la subida de la edad de jubilación, o como llevan meses haciendo los sanitarios, y como ayer lo hicieron los estudiantes, y volver a rescatar las calles, a incrementar las movilizaciones y reforzar los movimientos sociales.

Las protestas de ayer en la Universidad Complutense de Madrid contra la presidenta de la Comunidad, Isabel Díaz Ayuso, quien recibía honores del ente público en un nombramiento no exento de polémica, son un síntoma de esa revuelta necesaria. El acto estaba hecho a medida para ella, para que tanto el reconocimiento como las protestas le sirvieran para presentarse una vez más como reina y como víctima para su cohorte. La protesta no fue únicamente contra su nombramiento, sino que puso sobre la mesa la pauperización y la instrumentalización de los servicios públicos.

Fue una muestra de la irredenta masa crítica que todavía anida en las universidades, aunque otros las llenen de palmeros y lamebotas. Este ejemplo, así como los numerosos colectivos por la vivienda digna que trabajan en varias ciudades para proteger a sus vecinos, los sanitarios, las mujeres y tantos otros colectivos que no han dejado de pelear sus derechos gobierne quien gobierne, no pueden bajar la guardia. Cuando el circo electoral empiece oficialmente, los temas que se logren agendar en las calles van a marcar el nuevo ciclo político que se avecina. No se lo regalemos a quienes pretenden tapar con banderas todas las carencias y todas las inmundicias de este sistema.

Columna de opinión en Público, Miquel Ramos 25/01/2023

Nido de Rojos y Rojas en Carne Cruda. Sobre Malversación, jueces golpistas y golpes de Estado. Con Irantzu Varela y Bob Pop.

En Nido de Rojos analizamos la actualidad política de las últimas semanas: hablamos de la reforma del delito de malversación; los nombramientos del Tribunal Constitucional, el intento de desbloqueo de la justicia, o la aprobación del dictamen de la Ley Trans y derechos LGTBI en el Congreso. Un análisis con Irantzu Varela, Miquel Ramos y Bob Pop. Además, último episodio de la sección Juntas Emprendemos.

Aporta o aparta

Una gran manifestación llenó las calles de París este pasado fin de semana para protestar por la inflación y por las medidas económicas del Gobierno de Macron. Convocados por la Francia Insumisa de Melenchón y otras fuerzas de izquierda, cerca de 140.000 manifestantes reclamaron, entre otras cosas, más políticas sociales y más impuestos a quienes más tienen. Era el arranque de una serie de movilizaciones que la izquierda ha previsto para las próximas semanas, y que ayer se extendió en forma de huelga para reclamar una subida de las pensiones, subsidios y el incremento del salario mínimo a 2.000 euros brutos al mes.

Hace tiempo que algunos tratan de extender el mantra de que la izquierda ha muerto, que las calles están vacías y que la ciudadanía agacha la cabeza ante las cada vez más vueltas de tuerca neoliberales con el trasfondo de la crisis provocada por la guerra en Ucrania. Es cierto que las calles en el Estado español no gritan como hace unos años, como durante la crisis de 2008 cuando las mareas y los mineros marchaban desde diferentes puntos del Estado y las plazas se tomaban y se transformaban en ágoras de debates y propuestas. Pero no es cierto que la izquierda esté ausente, ni que nadie proteste, ni que todo esté perdido. Ni mucho menos.

Curiosamente, algunos de estos promotores de la derrota no se cansan de promocionar cada protesta que tiene lugar en otros países, a veces incluso las de la extrema derecha, mientras omiten deliberadamente las que se dan en su país. Además de ser una clásica herramienta de desmovilización, es también el relato habitual de los del ‘todo mal’, de aquellos que dicen que aquí nadie hace nada, y que los fachas sí que saben protestar. Y por supuesto, que la culpa es siempre de los demás. La pregunta es dónde están ellos, donde militan y qué protestas o acciones proponen. Porque quizás ni están ni se les espera, viven instalados en las redes, en sus capillas, o simplemente sus lemas y sus marcos no llegan a convencer a una gran masa social que sí saldría a las calles bajo otras consignas y otras actitudes y proyectos mucho más constructivos.

Este mismo fin de semana, Madrid también vivió una gran manifestación para exigir la revalorización de las pensiones respecto al incremento del IPC acumulado anual y una pensión mínima del 60% del salario medio. Los pensionistas anuncian también el inicio de una serie de movilizaciones para los próximos meses, y alertan sobre los peligros de la privatización del sistema público de pensiones y las políticas fiscales que varios gobiernos autonómicos han emprendido para bajar los impuestos a los más ricos.

Ayer, los médicos de Urgencias del Hospital Infanta Sofía de Madrid anunciaron una huelga indefinida que arrancará el próximo 28 de octubre. Piden mejoras estructurales que acaben con la saturación de la sanidad pública, que según ellos lleva ‘al límite’ a los trabajadores y precariza el servicio de un modo alarmante. Las protestas de los sanitarios son habituales cada semana, y ya hay prevista una manifestación para el próximo 22 de octubre por una sanidad pública, universal y de calidad. También los estudiantes han convocado huelga por la educación pública para el próximo 27 del mismo mes, haciendo referencia además a la salud mental.

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No es el único sector en pie de guerra. Hace una semana se canceló el XIII Salón del Automóvil de Ourense por la huelga indefinida del metal que tendrá en breve réplica en varias ciudades del Estado. Ya en 2021, Cádiz vivió una serie de protestas, también del metal, que fueron reprimidas con dureza por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, cuyas actuaciones causaron una gran indignación por el uso desmesurado de la fuerza y la exhibición de tanquetas en las barriadas populares de la ciudad.

También las calles de varias ciudades rugieron a principios de 2021 con el encarcelamiento del rapero Pablo Hasel, a pesar de la contundente respuesta del Gobierno contra estas, que llevaría a numerosos jóvenes a juicio y a algunos de ellos incluso a prisión. Como también, antifascistas de varias ciudades llevan años respondiendo a las habituales provocaciones de la extrema derecha en las calles y en las universidades. Más recientemente, miles de personas tomaron las calles de Madrid convocadas por la CNT para denunciar la criminalización de la acción sindical y exigir la absolución de las seis sindicalistas condenadas a prisión en la Pastelería Suiza de Xixón.

Extender el relato de que la gente ya no protesta es faltar a la verdad. Otra cosa es que los medios no presten la atención que deberían, lo criminalicen, o que no se den, de momento, manifestaciones, huelgas y protestas que unan todas estas reivindicaciones. Motivos para la protesta nos sobran, y los movimientos sociales y todas estas reivindicaciones sirven para presionar, para exigir, para cambiar las cosas y para reencontrarse en las calles, gobierne quien gobierne.

Cada semana, los movimientos por el derecho a la vivienda convocan movilizaciones y paran desahucios. Pocas veces salen en los medios, pero quienes seguimos sus canales de difusión somos testigos de la gran labor que realizan en los barrios de todas las ciudades, uniendo a vecinos y vecinas bajo el reclamo del derecho a una vivienda digna. También las kellys y las temporeras del campo en Andalucía han dado grandes lecciones de lucha estos últimos años denunciando la precariedad y la explotación a la que son sometidas, y ganando múltiples batallas a sus patronos. Como los riders, los taxistas y muchos otros sectores que, lejos de rendirse, combaten día tras día en sus pequeñas trincheras, lejos demasiadas veces de los grandes focos mediáticos.

Nos espera un otoño caliente, y todo apunta a que los contendientes en las guerras actuales (con o sin bombas) no tienen intención de sentarse a hablar ni a arreglar nada. Esto provocará todavía más crisis, que acabarán pagando los de siempre, y que, bajo el manto del patriotismo y la excepcionalidad del momento, nos tratarán de hacer comer a cucharadas. Los motivos para salir a la calle se multiplican conforme avanza la precarización de la vida y el autoritarismo. Promover el relato de la derrota, instalarse en el sectarismo y en el ‘todo mal’, solo causa desánimo y rechazo, y es totalmente contradictorio con el objetivo que se presume querer conseguir.

Hay mil frentes de lucha, miles de pequeñas revoluciones en marcha, llenas de gente buena y de causas justas. Como dijo una vez alguien en una asamblea, “aporta o aparta. Aquí se viene a construir, a generar sinergias y proyectos, a aportar soluciones y deseando de verdad ganar”. Visibilizar que hay lucha, que hay motivos, debería ser el primer objetivo de quien pretende que cada vez más gente se sume. Promover la derrota es lo que haría quien quiere que de verdad nada cambie.

Columna de opinión en Público, 19 de octubre 2022

Que no nos convenzan de la derrota

De nada sirven hoy los lamentos ni los reproches. No sirvieron hace cuatro años cuando la ultraderecha entró por la puerta grande de las instituciones españolas con alfombra roja y eufemismos, ni con los sucesivos sustos de Le Pen en Francia, ni con los gobiernos de Trump o Bolsonaro. No fue Meloni quien dio el susto hace dos días. El fantasma hace años que recorre Europa y medio mundo, y algunos ya nos sentimos como telepredicadores anunciando el fin del mundo cada vez que los ultraderechistas están con medio cuerpo en la ventana a punto de entrar. No funciona.

Decía la pasada semana, a pocos días de las elecciones italianas, que esta nueva ola neofascista consiste en la absoluta normalización de las ideas de la ultraderecha y la asunción de sus marcos, su agenda y sus políticas por parte del resto de partidos. Pero también, y por oposición, en una izquierda que pierde más tiempo buscando culpables o tratando de aprovechar la marea antes que de ponerse manos a la obra.

No hay que omitir a los responsables, directos e indirectos, de esta nueva victoria del fascismo. Pero ordenémoslos por responsabilidades. Cuando liberales y conservadores cada vez se parecen más a los ultraderechistas, y los socialdemócratas se muestran incapaces (o sin intención) de plantar cara o tan solo cuestionar al neoliberalismo, se deja la puerta abierta al relato de la casta y de que todos son iguales. Aquí es donde la ultraderecha pesca parte de su electorado: en el cansancio, la decepción y la antipolítica, en que nada o poco cambia para la clase trabajadora gobierne quien gobierne, aunque luego la supuesta solución mágica de la ultraderecha siga el mismo guion que los anteriores, solo que atizando un poco más a los más vulnerables. Y es que sus recetas económicas no tienen nada de antisistema, sino que son una garantía para este, y para que las élites sigan en sus tronos mientras el debate del populacho gire en torno a la migración, las feministas, el colectivo LGTBI, los moros, la familia y las banderas.

El reproche a la izquierda institucional, a la que dice serlo y gobierna, pero no ejerce como tal, es más que necesario. Hay quienes esperan más de ella, quienes la excusan con las limitaciones de la coalición o del marco institucional, y quienes directamente la señalan como insalvable y como parte del problema. Todos tienen sus motivos y su parte de razón, pero la pataleta nunca sirvió de nada. Regalar la representación de la izquierda tan solo a estos partidos (o peor, al Gobierno), es contradictorio cuando al mismo tiempo se le niega tal entidad. Hay que seguir poniendo frente al espejo a esa parte de la izquierda que está en las instituciones, señalando no solo sus contradicciones o su falta de valentía (o peor, de voluntad), sino también su falta de argumentos o la ausencia de explicaciones más allá de triunfalismos por migajas.

Lo que no aporta nada y es un buen aliado tanto de la ultraderecha como del statu quo, es el nihilismo, el derrotismo, o peor, el ver a los fascistas como un ejemplo a seguir ‘porque hablan de lo que al pueblo le interesa’. Esto, lamentablemente, es algo que hemos visto en determinados espacios de una izquierda instalada en la pataleta y en el todo mal, sobre todo en redes sociales. Eso sí, tampoco es justo regalar a esta autoerigida como verdadera izquierda la representación de la ideología, ni tan solo de los deseos y las reivindicaciones de la clase trabajadora, por mucha pomposa retórica marxista que utilice.

Hay otra izquierda proactiva y menos llorica que de verdad trabaja por revertir esta situación, aunque lo haga lejos de los grandes focos mediáticos y los debates encarnizados en las redes sociales, llenos de anónimos predicadores y ascetas. Las personas que trabajan en sus pueblos y en sus barrios contra la precariedad, codo a codo con sus vecinos y vecinas, llevan tiempo construyendo ese mundo que algunos, de derecha a izquierda, tratan de defenestrar o de negar que exista. Cuando se culpa a ‘La Izquierda’ de no estar haciendo nada, y se señala solo a los partidos, se omite deliberadamente a estos movimientos sociales que siempre estuvieron, y se le regala la representación de la izquierda a los partidos e instituciones a quienes, al mismo tiempo, se les reprocha que no lo son. Hablar de ‘La Izquierda’ y omitir esto es una buena estrategia de la derecha para negarle entidad, pero una omisión imperdonable a quien se considera de izquierdas.

La derrota se construye antes en el imaginario colectivo que en la práctica, y parece que hay determinados personajes empeñados en instalarla incluso en sus propias filas. La izquierda institucional renunció hace tiempo a plantear algo que vaya más allá de pequeñas reformas que la estructura pueda asumir, sin molestar demasiado a las élites, capaces de derribar o instalar cualquier gobierno usando toda su artillería ajena a la democracia. Y no hay que menospreciar que algunos pequeños cambios sí que ayudan a quienes peor lo están pasando, aunque haya que señalar que siempre, mientras exista precariedad y explotación, serán insuficientes. Y por eso, los movimientos sociales son los que deben permanecer advirtiendo de todo lo que queda por hacer y predicando con el ejemplo. Aunque se crea que solo por aliviar temporalmente la situación de una parte de la población ya ha valido la pena, la honestidad debería exigir que se explicase el cómo y por qué se traga con todo lo demás y hasta dónde se está dispuesto a ceder.

Aún así, la izquierda sobrevive, le pese a quien le pese, ajena a los profesionales de la política. Sobrevive en las pequeñas grandes luchas que un día consiguen parar un desahucio, que otro día ocupan un edificio para familias vulnerables, o que consiguen frenar un plan urbanístico ecocida y especulativo. En sindicatos que consiguen frenar despidos, ganar a sus explotadores en un juicio o mejorar sus condiciones laborales. Cuando se planta ante los fascistas cada vez que estos pretenden vomitar su odio en los barrios obreros, o cuando lucha cada día contra el racismo, la homofobia y el machismo en sus escenarios cotidianos. Y sí, la conciencia de clase existe también en estas pequeñas luchas que algunos tratan de relegar a ‘lo identitario’ negando lo material que subyace en todas ellas, y a pesar de los esfuerzos del neoliberalismo por desclasarlas. Por eso, no puede regalarse al sistema o a la ultraderecha la batalla en las políticas de identidad (de los derechos de determinados colectivos a la igualdad), porque esta la explota y la vacía de contenido de clase precisamente para que la abandonemos y se la regalemos para enmarcarla en su relato reaccionario.

El terreno institucional, los partidos o los grandes platós son otra liga, y sus personajes van y vienen. Quizás convendría girar el foco hacia los que permanecen cuando los otros se van. Hay proyectos, espacios y luchas para todos los gustos, no lo duden. Quien diga que no hay nada que hacer se equivoca o miente. Y solo quien se puede permitir una derrota tras otra, quien está a salvo o quien pretende que nada cambie, es el más interesado en instalar ese nihilismo y ese derrotismo en esta izquierda, en esta sociedad que se resiste a resignarse.

Columna de opinión en Público, 27 de septiembre 2022