Entrevista con Andrew Marantz: «La ‘Alt-Right’ es una vieja ideología disfrazada de algo nuevo»

El periodista de ‘The New Yorker’ reflexiona sobre la ‘Alt-Right’, Trump y la deriva conservadora en Estados Unidos: “La ‘Alt-Right’ es una vieja ideología disfrazada de algo nuevo”. Desde la era Trump y el asalto al Capitolio, muchas cosas han cambiado en Estados Unidos. Recientemente se ha aprobado una ley en Florida que está provocando la retirada de varios libros con contenidos LGTBI o con perspectiva de género. También se están viviendo numerosas manifestaciones de grupos neonazis y fascistas contra actos LGTBI y hemos visto cómo las leyes el aborto han dado marcha atrás.

En la sección Entrevistas Antifascistas, hablamos con Andrew Marantz, periodista de The New Yorker y autor del libro Antisocial. La extrema derecha y la libertad de expresión en Internet (Capitán Swing), sobre el papel de la Alt-Right en el país norteamericano.

Empecemos por el principio. ¿Qué es la Alt-Right? ¿Dónde nace?

Hay una forma de definir la Alt-Right que empieza en 2014 o 2015. Y otra forma de definirla en la que nos remontamos a miles de años atrás porque el odio, la desinformación, la xenofobia… no fueron inventadas por Internet. Estas cuestiones ya existían mucho antes de Internet. El reto, sin embargo, llega cuando estas tendencias humanas básicas o emociones humanas entran en contacto con un nuevo sistema de distribución de la información. Así que sobre 2014 o 2015, varios periodistas empezamos a darnos cuenta de que muchas cosas que eran oficialmente ideas marginales empezaban a ser impulsadas en el discurso mainstream americano.

El odio, los prejuicios, el antisemitismo, la misoginia, el racismo… no eran nuevas ideologías. En muchas maneras, los Estados Unidos fueron fundados sobre esas ideologías. Pero hubo un tiempo, digamos que a mediados del siglo XX, cuando estaba mal visto decir estas cosas abiertamente en la sociedad. O construir un movimiento político en torno a ello. Y había la idea de que, si construías un movimiento político en torno al racismo o a la intolerancia de forma abierta, simplemente no funcionaría. La Alt-Right fue un intento de decir: “Bueno, ¿y si intentamos una política muy cruda y básica que se identifique principalmente con el hombre blanco?”. Y por una gran variedad de razones –incluyendo cómo se se distribuye la información en Internet– fue mucho más poderoso de lo que mucha gente pensó que sería. Y empezamos a ver estas ideologías oficialmente marginales tomando fuerza.

Y ahora además puedes medirlo estadísticamente porque Internet mide todo. En redes sociales puedes ver que, cuando dices algo como “no quiero jugar a un videojuego hecho por una mujer” o cualquier otro ejemplo similar, el mercado dice ¿qué números avalan esta idea? Así que, en resumen, la Alt-Right es una vieja ideología disfrazada como algo nuevo.

¿Qué papel tuvo Donald Trump en la normalización de la Alt-Right? ¿Y los medios de comunicación afines? 

Hay responsabilidad en las dos direcciones. Creo que Donald Trump ayudó a la Alt-Right y la Alt-Right ayudó a Donald Trump; él ayudó a los medios y los medios ayudaron a Trump. Estas relaciones son siempre transaccionales y un poco incómodas. 

Y, desde mi punto de vista, hay algo más que es incómodo de admitir pero que merece la pena que lo tomemos en serio y es que yo también he tenido a veces una mayor relación transaccional con esta gente de lo que me gustaría admitir. Quiero pensar que sólo estoy investigando y cubriendo todas las cosas malas que la gente hace en Internet y eso es cierto. Pero… también hay otro aspecto y es que mucha de esa gente quiere que yo los exponga porque quieren atención. Incluso atención negativa. Intento ser tan responsable éticamente como puedo pero es algo con lo que tengo que lidiar como dinámica.

Pero Trump, no sé… no creo que estuviera lidiando con eso. Creo que simplemente pensó “toda atención es buena” y siguió el viejo dicho de “no existe la mala prensa”. Y resulta que las redes sociales premian todo lo que es muy impactante, cualquier cosa que te haga latir el corazón muy fuerte. Así que no es que Donald Trump fuera una especie de programador brillante o que entendiese Internet de alguna manera profunda. Él solo tenía una compresión instintiva de esto, que viene de los tabloides en los 70 y 80, que le decía que si eres realmente impactante y sigues haciendo cosas que a la gente le cuesta creer pero no pueden dejar de mirarlas, entonces tendrás más atención. Y sí, puede que dañe tu reputación o tu dignidad o tu orgullo. Pero… no parecía que a él le importara nada de eso.

El libro se publicó antes de que Trump perdiera las elecciones y, por lo tanto, antes del asalto al Capitolio. ¿Qué ha cambiado desde entonces? ¿Qué papel tuvo la Alt-Right en el asalto del Capitolio? Y ¿qué se está viendo ahora con la investigación?

Sí, es interesante porque estábamos diciendo que muchas de estas cosas son chocantes cuando pasan por primera vez y luego se normalizan. Después es como que se diluye en el contexto. Así que muchas de las cosas que veía en 2015 como increíblemente chocantes, ahora suceden todo el rato. 

Si alguien intenta presentarse a presidente y presenta una plataforma donde plantea que hay una conspiración global dirigida por élites cosmopolitas que están controlando el mundo en secreto… esto era muy sorprendente en 2015 o 2016. Ahora es sólo un tema de conversación popular que todo tipo de políticos dicen y no es algo impactante y vulgar que únicamente Donald Trump se atreve a decir. Así que diría que parte de lo que ha cambiado entre las elecciones de 2016 y las de 2020 es que algunas de estas cosas se han normalizado tanto que el hecho de que pasen todo el rato se nota menos.

El verano y otoño de 2020 fueron periodos muy volátiles y chocantes en la historia de América. Y hubo muchos factores: el confinamiento por COVID, las protestas de Black Lives Matter… Hubo muchas cuestiones que la gente podía usar para aumentar el miedo y la inseguridad. Y, al final, Trump no fue capaz de ganar esas elecciones. Pero no creo que esto signifique necesariamente que su victoria fuera algo casual y puntual.

Creo que las elecciones de 2016 fácilmente podrían haber tenido otro resultado. Y las de 2020, también. Estamos un poco estancados en Estados Unidos y hay situaciones similares en otros países –diferentes pero similares–, en las que cada una de las elecciones es como lanzar una moneda al aire. Quiero decir, la balanza puede inclinarse a un lado o al otro pero la dinámica esencial –un bloque político de inclinación autoritario, un bloque de inclinación progresista y muchas cosas en el medio– se mantiene. 

Así que contestando más específicamente a tu pregunta, estuve siguiendo a los Proud Boys viéndoles meterse en peleas callejeras, luchando por entrar en los edificios y dando esas grandes fiestas haciendo una especie de orgía en celebración de la violencia. El nombre de los grupos puede haber cambiado, puede cambiar cómo se presentan o su uniforme. Todo eso se basa en la conveniencia política. Pero el impulso subyacente no cambia. Porque hay siempre esta tendencia en algunos segmentos sociales o de los medios de decir: “Oh, qué momento más raro fue. Qué bien que haya terminado”. Por ejemplo, si Trump no gana las elecciones en 2024, seguramente veremos a mucha gente de todo el mundo respirando con alivio y diciendo: “Vale, se ha acabado. Ese capítulo de nuestra historia está cerrado». Pero si miras todo esto detalladamente, no es cosa de una persona o de una docena de personas o de una docena de grupos. Es un problema de fondo y estructural. 

¿Se han tomado en serio las autoridades –sobre todo a raíz del asalto al Capitolio– la amenaza que supone la normalización de la Alt-Right para las propias instituciones y la propia democracia?

Creo que alguna gente se lo toma en serio pero creo que se podría haber tomado más en serio. Cuando estábamos viendo el asalto al Capitolio del 6 de enero en tiempo real había toneladas de vídeos porque la propia gente que lo estaba haciendo estaba retransmitiendo en directo. Y en muchos podíamos ver a agentes de policía sacándose selfies con ellos o dejándoles entrar sin intentar pararlos. No sé si se tomó suficientemente en serio porque era una narrativa compleja para la mayoría de americanos el aceptar que realmente podían ser algo podrían haber simpatizantes de los insurrectos dentro de las fuerzas de seguridad. 

Creo que cuando lo vimos en Brasil, se aceptó muy fácilmente. Tuvimos a Lula saliendo al día siguiente y diciendo vamos a echar a los simpatizantes dentro de las fuerzas de seguridad. Y eso es algo que haces cuando tienes experiencia en tu país sobre cómo actuar para parar un golpe. El estilo norteamericano de lidiar con esto es decir: “Bueno, así no es como somos nosotros. Los estadounidenses somos mejores que eso y nunca haríamos algo así”. Entonces, incluso cuando ves un vídeo de las fuerzas de seguridad de EEUU haciendo algo así, hay muchos estadounidenses que no quieren verlo o encuentran la forma de explicarlo. 

Creo que todo el incidente que nos llevó hasta el asalto al Capitolio y el análisis de lo que significó no ha sido digerido del todo por el público estadounidense e incluso por sus líderes. Porque sí, podemos condenarlo y decir que está muy mal tratar de derrocar un Gobierno electo y que no nos gusta que destruyan propiedades o lo que sea. Pero la verdadera importancia de esto es cómo pudo llegar tan lejos y creo que eso no ha penetrado del todo en el discurso. Seguimos estancados en un nivel muy superficial de “no consiguieron derrocar al Gobierno así que olvidémoslo”. 

Por otro lado, tenemos a gente diciendo que casi dieron un golpe y lo van a conseguir la próxima vez, lo que creo que es una conclusión arriesgada. Fue un evento muy serio pero no creo que fuera tan serio por que fuera a funcionar. Creo que fue serio debido, de nuevo, a las corrientes subyacentes, a los deseos y métodos ideológicos que representó. Y referente a tu pregunta, creo que hay muchas conexiones aquí.

Hay gente en el Congreso que ha expresado su simpatía abiertamente con la gente que se amotinaban en el Capitolio. No sé si eso requiere ser investigado. Sólo son personas diciendo algo. La pregunta es qué haces con esa información. Tienes miembros electos del Congreso que, sinceramente o para sumar puntos, expresan simpatía con personas que intentan parar unas elecciones democráticas. No sé qué hacer con esa información salvo esperar que no sea una estrategia política ganadora. Pero en algunos partidos y distritos lo es. Así que esta es una de las paradojas de la democracia. Tienes elecciones democráticas donde la gente puede ser reelegida con una plataforma antidemocrática. Creo que es bastante peligroso tener un gobierno lleno de gente que no quiere que ese gobierno siga existiendo.

Recientemente se ha aprobado una ley en Florida que está provocando la retirada de varios libros con contenidos LGTBI, sobre temas de género, sobre la teoría crítica de la raza… Sin embargo, lo que nos llega aquí es que existe una supuesta teoría de la cancelación que está tratando de, digamos, censurar cierta incorrección política. ¿Qué hay de cierta en la cultura de la cancelación en EEUU?

Ha habido esta asociación exitosa que ciertas personas han hecho –creo que a propósito– entre la cultura de la cancelación y la izquierda «censora» o de la gente que quiere decirte qué debes decir como algo que proviene de universitarios woke. La ley en Florida se llama la Stop W.O.K.E Act (Acta Parar a los Progres) y fue cosa de Ron DeSantis, quien parece querer presentarse a presidente siguiendo el legado de Trump y claramente está viendo esto como una herramienta política que puede usar para decir “los woke (progres) quieren silenciarnos y yo voy a ser vuestro ganador”. Cuando, por supuesto, la propia ley es una mayor amenaza para la libertad de expresión que cualquier cosa que diga cualquier estudiante de instituto.

Esta es una de las veces en que la narrativa realmente ha superado los hechos. ¿Hay alguien en algún lugar que esté intentando cancelar a alguien de izquierdas? Quizá exista. Seguro que hay ejemplos de alguien en Twitter gritando a alguien y diciendo “no puedes decir eso porque me ofende”. Pero la mayor amenaza en términos de imponer la fuerza de la ley viene de gente que, como el gobernador de Florida, quiere usar la ley para silenciar a la gente. Veremos qué pasa en los juzgados. Pero me parece que esa ley claramente viola la Constitución. Es el Estado usando su poder para prohibir libros en las aulas. Esa es una violación clásica de la Primera Enmienda. Si existe la cultura de la cancelación, esa ley es un ejemplo perfecto de eso. 

En otros lugares hay leyes contra el BDS, el movimiento de boicot, desinversión y sanciones. Hay lugares donde, de acuerdo con la ley estadounidense, no tienes permitido apoyar a los palestinos que quieren boicotear los productos israelíes. Eso me parece una clara violación de libertad de expresión y viene de la derecha. Pero debido a la narrativa de que la izquierda es la facción censora woke (progre) dentro de la política estadounidense, de alguna manera esas acciones de censura desde la derecha no se asocian a ellos o no son recordadas porque no encajan en la narrativa. Así que, de alguna manera, se olvidan.

Entonces, creo que es genial defender la libertad de expresión. Sería genial que la gente lo hiciera de una forma un poco más consistente y, sobre todo, que lo hicieran con un ojo puesto en lo que el Gobierno está haciendo. Por supuesto, creo que es molesto cuando alguien grita en las redes sociales pero no es lo mismo que el Gobierno prohibiendo un libro. Tienen diferentes pesos y diferentes impactos.

En Europa tenemos una histórica controversia sobre los límites de la libertad de expresión. En España, por ejemplo, tenemos a raperos en prisión. Y, sin embargo, están permitidas las expresiones de apología del nazismo, del fascismo… aunque haya leyes que se supone que las prohíben. ¿Debería haber límites a la libertad de expresión?

Es realmente difícil acertar. Y creo que es normal que el contexto americano y el europeo sean distintos porque creo que tiene que ver con cómo entendemos la historia del fascismo. No creo que los Estados Unidos sean inmunes al fascismo. Obviamente. Eso es parte de mis motivos para escribir este libro. Pero creo que tiene una historia diferente.

Para mí, hay una línea entre lo que el gobierno puede hacer para restringir y lo que las empresas privadas o los ciudadanos particulares pueden hacer. Puedo entender que hay lugares donde puede haber razones para cambiar el régimen legal o hacer excepciones en el mismo. Pero, en el contexto de EEUU, no tenemos leyes contra la negación del Holocausto, por ejemplo. En Alemania las tienen, en Israel también, en Francia también… ¿Hay una ley en España que prohíbe decir que el Holocausto no sucedió?

Es legal negar el Holocausto aunque en el Código Penal existe una figura que se supone que penaliza la denigración de las víctimas y la apología del genocidio. Pero es ambigua. Por ejemplo, en el cementerio de la Almudena hemos visto un homenaje a los voluntarios españoles que combatieron por Hitler. Y no ha habido sanción. La ley existe; la manera de aplicarla es otra cosa.

Es lo mismo en los Estados Unidos. Puedes tener una ley y después la forma en que se aplica. Yo me siento cómodo con una ley en la que el Estado no interviene y no prohíbe la mayoría de los tipos de discurso. Nunca es 100% porque hay tipos de discurso que el Estado sí prohíbe, como la pornografía infantil o el chantaje, soborno o lo que sea. Pero me parece bien tener un régimen legal que dice que «no vamos a castigarte penalmente si dices algo en apoyo de los nazis o si usas un discurso de odio». No hay leyes contra el discurso de odio en los Estados Unidos o ese estándar es extremadamente alto. Tiene que haber un peligro claro y presente de incitar a la violencia. No puedo decir «quiero que vayas a agredir a esa persona», pero puedo decir «los nazis eran buenos» o algo así.

Pero creo que donde la gente se confunde es cuando dicen: «Vale, no queremos tener leyes en contra de esto. Entonces, por lo tanto, no queremos que Facebook o Elon Musk hagan una regla al respecto». Creo que es perfectamente coherente decir: «Vale, no quiero que el gobierno de Donald Trump me diga lo que puedo decir, pero sí quiero que Mark Zuckerberg haga una regla diciendo que no se puede ser nazi en Facebook». Esas cosas no me parecen inconsistentes. Y el hecho de que el discurso haya sido instrumentalizado para que una cosa sea intercambiable con la otra… me parece que es simplemente falso. 

Obviamente, es difícil. Las redes sociales se han vuelto muy poderosas. Se ha convertido casi en una especie de plaza pública. Y entonces tenemos que pensar estas cosas con cuidado. No quiero a Mark Zuckerberg para tener el control de mi vida. Pero hay una distinción real entre alguien diciéndome que no va a difundir mis ideas algorítmicamente en la plataforma de su empresa privada y el gobierno metiéndome en la cárcel.

Hay una parte del libro en la que hablas sobre periodismo, sobre el papel de los y las periodistas. Dices: «Cuando se alude a cuestiones de principios fundamentales no siempre es posible ser imparcial y honesto al mismo tiempo». ¿Por qué se considera periodistas a aquellos considerados neutrales pero a los que dicen abiertamente que en temas de derechos fundamentales no lo son se les tilda de activistas?

Ha habido un periodo muy largo de formación –y hasta podría decir adoctrinamiento dentro de los medios– en que la cosa más importante era ser neutral y objetivo. Y es genial ser neutral y objetivo si eso fuera lo único en el mundo, si tan solo existiera en el vacío. Pero, ¿cómo el valor de la objetividad –si realmente existe– se compara con otros valores como el respeto, los derechos humanos, la dignidad humana y la fidelidad a la verdad? Cuando esas cosas están en conflicto, muchos periodistas simplemente se vuelven como robots que cortocircuitan diciendo «no puedo procesarlo».

Creo que parte del problema es que hay esta tradición dentro del periodismo de que no debes ser una persona con cerebro. Se supone que debes ser alguna clase de recipiente para hechos objetivos. Y hay un tipo de periódico muy crudo y tradicional donde no hay opiniones, no hay pensamientos. «Acabo de ver lo que pasó y lo he escrito». Y eso siempre ha sido una ficción. Pero creo que se está volviendo realmente irritante y agudo. No puedes salir al mundo y decirme que el papel objetivo de un periodista es decir: «Bueno, a algunas personas parece gustarles mucho el autoritarismo y otras personas no y voy a darle una cita a cada uno». Eso en realidad no es un periodista. haciendo su trabajo. No puedes simplemente consolarte a ti mismo diciendo «le di el mismo espacio a ambos lados, así que mi trabajo aquí está hecho». Tienes que pensar un poco más allá. Y creo que si no puedes ver eso después de Donald Trump, el Brexit, Modi, Netanyahu, Orban… Si no puedes ver eso ahora, no sé cuándo lo vas a ver.

A ti también te han llamado activista, ¿verdad? (risas)

Realmente no creo que esa distinción tenga mucho sentido. Si me convierte en un activista decir que es una estupidez citar por igual al Proud Boy que golpea a una mujer en la calle y a la mujer que es golpeada por el Proud Boy, pues vale. Me pondré del lado del ciudadano golpeado en la calle. Tendré que vivir con eso.

Ressenya de Lorena Pérez del llibre ‘Antifeixistes’ al Diari La Veu

«És un error creure que la memòria té a veure amb el passat. És una especialitat espanyola. La memòria té a veure amb el present, perquè si no sabem qui som, no sabem qui volem ser. I té a veure amb el futur, si no tenim identitat com podrem viure»

Mentre llegia Antifeixistes, de Miquel Ramos, em venia al cap aquesta frase d’Almudena Grandes. Per què a l’estat espanyol hi ha tant de problema amb la Memòria Històrica?

Miquel Ramos, periodista especialitzat en l’estudi de l’extrema dreta i els moviments socials, ens presenta una investigació que va nàixer quan tan sols tenia catorze anys. Aquell dia va retallar el seu primer titular després de la història que li va contar el seu professor: havien «matat Guillem (Agulló) per odi, per ser antifeixista». Aquest «assumpte personal» que declara en el primer capítol, serà el punt de partida d’una extensa recopilació de testimoniatges, d’articles i cròniques periodístiques i polítiques que ha anat recollint durant els últims trenta anys. I és, si volem, el punt de partida de la nostra pròpia confessió: fins on coneixem el feixisme? On pensem que està? D’on ix? En quina mesura té a veure amb el poder actual?

Aquest llibre no és només una investigació periodística sobre el feixisme espanyol i els moviments antifeixistes que li han plantat cara aquests últims quaranta anys, sinó també una història sobre les estructures de poder, el control de la narrativa i la resposta de la societat. És una investigació que respon els dubtes del context actual: d’on ve l’ultradreta instal·lada en el congrés dels diputats, com s’han anat blanquejant des de la dictadura fins als nostres dies, per què la inacció durant dècades dels cossos de seguretat de l’estat, de la fiscalia i dels tribunals respecte a les investigacions i seguiments al feixisme, i com els grups antifeixistes de barri s’han hagut d’organitzar. Sense oblidar el paper dels mitjans de comunicació a l’hora de crear el consens col·lectiu de criminalització dels moviments socials.

Quan un llibre et parla d’una línia de conflicte com és el feixisme i la Memòria Històrica, és difícil acostar-se a la lectura sense prejudicis o idees preconcebudes. Però a vegades està bé escoltar altres veus per a eixir dels marcs endogàmics que els nostres propis privilegis han anat construint en defensa de la individualitat i en detriment del col·lectiu. Amb altres paraules ho va vindre a dir Martin Niemöller:

Quan els nazis van vindre a buscar els comunistes, vaig guardar silenci, perquè jo no era comunista. Quan van empresonar els socialdemòcrates, vaig guardar silenci, perquè jo no era socialdemòcrata. Quan van vindre a buscar els sindicalistes, no vaig protestar, perquè jo no era sindicalista. Quan van vindre a buscar els jueus, no vaig protestar, perquè jo no era jueu. Quan van vindre a buscar-me, no hi havia ningú més que poguera protestar

No guardeu silenci i comenceu aquesta lectura pel capítol que més connecte amb la vostra realitat. Podeu acostar-vos des de l’enfocament universal de la mirada d’una mare, en aquest cas la de Carlos Palomino, que va començar a encapçalar les manifestacions antifeixistes després de l’assassinat del seu fill i el tracte degradant que va rebre per part dels mitjans de comunicació. O des del futbol i com l’ultradreta va agafar ales des d’algunes de les seues graderies, o pot ser que tingueu curiositat per «la ressaca franquista» de la qual parla Ramos en el capítol dos, on ens remarca la importància del periodisme independent amb la història de com Soledad Gallego –directora d’El País del 2018 al 2020– i José Luis Martínez van localitzar la caserna general del terrorisme neofeixista internacional a Madrid.

Antifeixistes obri diversos debats que apel·len a la convivència: es poden defensar els drets humans i no ser antifeixista? Quins són els matisos entre delicte d’odi i llibertat d’expressió? Si l’estat no respon contra el feixisme, quins són els límits de l’autodefensa? Quan es converteix en violència?

Miquel Ramos ens exposa en cada capítol, sota cadascun dels temes que componen aquesta investigació, les veus en primera persona dels qui han sigut silenciats i han patit la violència directa de la ultradreta. Ens alerta de la seua transformació, de com han canviat la seua aparença i diàleg: «el problema de l’extrema dreta va més enllà dels banderes que enarboren uns o altres, perquè es tracta d’una infecció en el sentit comú de la gent». Ens parla de les connivències que tenen amb els cossos de seguretat de l’estat, els mitjans de comunicació i el poder. I sobretot ens deixa clar que només el col·lectiu, aqueix treball anònim constant de barri que escolta i no deixa ningú arrere, és la millor eina pedagògica per a arrancar la xenofòbia, el masclisme, el racisme i l’autoritarisme de les institucions i per a la convivència.

Com diu en el pròleg Pastora Filigrana García, advocada laborista i activista pels drets humans dels gitanos: «Ens enfrontem a un mateix monstre amb mil caps que mereix ser respost a tots els terrenys: als tribunals, a les acadèmies, als mitjans de comunicació, a les institucions i als carrers. Ací no sobra ningú i hi ha feina per a totes».

El circo de Olona

El efecto de varios espejos multiplicando la imagen de la entrevistada definió bastante acertadamente al personaje, y a la extrema derecha en sí. Macarena Olona, la ex diputada de Vox, interpretó un papel que lleva tiempo ensayando y testando en redes sociales, buscando precisamente la atención que recibió el pasado domingo cuando Jordi Évole la entrevistó en su programa. Lejos de conseguir esa redención pretendida, su papel quedó atrapado entre dos posibles excusas: si sabía lo que había y lo toleró hasta que la defenestraron, esto es puro ego y venganza. Si no sabía donde estaba desde hacía años, es simplemente una ignorante. Ninguno de estos dos papeles le va bien a ningún candidato para cualquier apuesta política. Y ella sola se atrapó entre esos márgenes.

Hasta una excompañera de partido, la mallorquina Malena Contestí, que presentó su dimisión en 2019, le recordaba públicamente que entonces la llamó traidora por denunciar ‘el insulto constante (…) demagogia, homofobia y extremismos varios’. En su carta de dimisión, hecha pública, Contestí señalaba que ‘una foto con la bandera del movimiento gay es motivo de expulsión del partido’, y que la formación ‘manipula la realidad para vincular directamente el terrorismo con la inmigración’. Que criminaliza a la mujer ‘que pasa por el trauma de abortar, sin atender a sus circunstancias, dirigiéndose a la posibilidad incluso de estatalizar a los niños, o irrumpiendo en minutos de silencio con pancartas políticas’. ‘Vox no es un partido político. Vox es un “movimiento” extremista y antisistema’, remata la exdiputada. Nada de esto, sin embargo, se atrevió a explicar Olona, mucho más metida que Contestí en las entrañas del partido al que ahora renuncia.

Aunque la ultraderechista no anunció ningún proyecto político, es obvio que algo trama cuando sigue reclamando atención desde el día en que abandonó el partido en el que se popularizó. Es consciente que el espacio al que perteneció deja poco margen para un calco que compita con la marca ya consolidada que es hoy Vox, esa ultraderecha que por fin logró despegarse del partido que había atrapado todo el espectro de la derecha desde su fundación, el PP. Las múltiples siglas que trataron durante años de liderar este nicho ideológico habían sido demasiado cutres y nunca supieron superar las rencillas personales entre sus líderes ni deshacerse de la caspa y el nazifascismo que las envolvían. Tras la ofensiva reaccionaria que empezó a gestarse veinte años atrás, las múltiples plataformas, fundaciones, think tanks, medios de comunicación y chiringuitos varios que el propio PP alimentó, apoyó y trató de rentabilizar, este sector ultraderechista terminó por despegarse, orgánica y espiritualmente del partido, y empezó a trabajar para conquistar tan deseado espacio ya consolidado en otros países de Europa.

Conocer la trayectoria de las derechas españolas es fundamental para entender el presente y la reconfiguración de este espacio político, sus vaivenes, sus condicionantes y su diversidad. La ‘derechita cobarde’ señalada por Vox no es más que aquella que, una vez gobierna, no se atreve a revertir determinadas políticas aprobadas por gobiernos socialdemócratas, sobre todo en materia de igualdad: matrimonio igualitario, ley del aborto y otras tantas conquistas hechas ley que, revirtiéndolas, tendrían un alto coste político para cualquiera, incluso para quienes tratan de abanderar lo que llaman centroderecha. Esto, según el mantra ultra, es el ‘marxismo cultural’ o la ‘dictadura progre’ o de lo ‘políticamente correcto’, que ha acabado, dicen, por impregnar incluso a los derechistas. Y en esto consiste lo que llamamos batalla cultural: en tratar de derribar esos consensos en materia de derechos y presentar la regresión no solo como algo legítimo sino como un imperativo para proteger a ‘los niños’, ‘la patria’, ‘la civilización occidental’ o cualquier otro rehén que sugiera que solo ellos serán sus salvadores.

Sin embargo, no todas las ultraderechas ni todos los contextos son iguales. Entender la diversidad dentro de la ultraderecha, a pesar de sus elementos básicos compartidos, impedirá que incautos y desinformados no la identifiquen cuando les cuelen alguna de sus campañas que estimulan prejuicios transversales que atraviesan a gran parte de la sociedad, como el racismo, el machismo, la LGTBIfobia o la islamofobia. Es decir, que la ultraderecha sabe explotar estos prejuicios que muchos de los que no se identifican con la ultraderecha, también comparten.

Olona ha empezado ya a picar de otra cesta, poco explotada por Vox hasta ahora, pero ya probada e instalada en otros países de nuestro entorno. En un momento de la entrevista con Évole se atrevió a llamarse ‘feminista’, y como otras ultraderechas ya han hecho, LGTBIfriendly, esto es, partidaria de los derechos LGTBI y condenando públicamente la LGTBIfobia. Nada nuevo para quienes llevan años investigando a la ultraderecha. Lo hizo Pim Fortuyn, el líder ultraderechista neerlandés que se declaraba abiertamente homosexual, y que hace ya más de veinte años identificaba la homofobia con las personas migrantes, sobre todo musulmanas. Lo mismo que Alice Wiedel en el partido ultraderechista alemán AfD (Alternativa por Alemania), que usa su orientación sexual y su matrimonio con una mujer de origen migrante para esquivar las acusaciones de racismo cuando señala a las personas migrantes y musulmanas de todos los problemas de machismo, homofobia y seguridad en el país. Algo que también ha esgrimido Marine Le Pen, sin ser ella homosexual, pero erigiéndose como defensora de sus derechos, amenazados, según ella, por migrantes y musulmanes. Esta estrategia consiguió captar el voto de una gran parte del colectivo homosexual en 2019 en Francia, llegando a alcanzar el 22% de este colectivo, según un estudio del Instituto Francés de la Opinión Pública.

Aunque Vox tiene también algún que otro personaje que trata de explotar esta estrategia de escudo contra los viejos estigmas de la ultraderecha, es un terreno todavía poco afianzado en el partido. Esto es lo que posiblemente haya empujado a Olona a empezar por ahí su nueva identidad política, a pesar de que en la entrevista mantenía intactos la mayoría de temas y lemas que había defendido cuando fue diputada del partido verde. El asunto de la memoria histórica fue quizás uno de los más obvios, del que no supo escapar y en el que terminó por caer a pesar de sus intentos por esquivarlo. Lo mismo con la presencia de nazis en los entornos de Vox, que Macarena pareció descubrir cuando estos se le volvieron en contra, no antes, cuando desde su irrupción en la política ya empezamos a exponer a varios de estos en La Marea y en otros medios.

En resumen, el papel que interpretó Olona en el programa de Évole no coló. Ni siquiera cuando dejaba caer sospechas sobre sus cuentas, invitando a hacerlas públicas. Ella estuvo allí hasta hace nada, y siendo además abogada del Estado, debería haber informado de cualquier irregularidad. Primero a su partido, por si se les había pasado, y segundo, al Estado para el que trabaja y al que dice defender como buena mujer de ley y orden. Veremos en qué medida Macarena hace daño al partido que la popularizó, qué papel interpretará en un futuro, y qué papel jugarán esta vez los medios de comunicación ante la deriva de Vox cuando este juguete empieza ya a desgastarse.

Columna de opinión en Público, 22/02/2023

Entrevista con Rafal Pankowski: «El ministro de Educación es el más problemático en cuanto a la influencia de la extrema derecha en Polonia»

Miquel Ramos y Patricia Simón entrevistan para La Marea a Rafal Pankowski, portavoz de Never Again, una organización que monitorea y denuncia a los grupos de odio polacos desde 1996.

Gobernada por el partido ultraconservador Ley y Justicia, Polonia es hoy uno de los bastiones y uno de los ejemplos a seguir de la extrema derecha en Europa. Hace años que en el país se vive una ofensiva política contra los derechos de las mujeres y del colectivo LGTBI, así como una cada vez más restrictiva legislación en materia de migración y refugio. Los grupos y los discursos ultranacionalistas han cobrado todavía más visibilidad, pero también resisten quienes llevan años combatiéndolos desde distintos frentes.

Never Again nació en 1996 para monitorear y denunciar a los grupos de odio y la violencia de la extrema derecha. Es una de las organizaciones referentes en Europa que mantiene viva la memoria de la lucha contra el nazismo y el fascismo, y hoy tratan de mantener su activismo a pesar de las múltiples trabas institucionales y de la coyuntura interna y externa.

En la segunda entrega de nuestro especial Entrevistas Antifascistas, conversamos con Rafal Pankowski, portavoz de esta entidad.

«Lo que queríamos era romper el silencio», explica Pankowski sobre los orígenes de su organización. «Estábamos preocupados por el problema de la violencia de la extrema derecha, de los afiliados nazis, que estaba creciendo en Polonia en los años noventa. Entonces vimos lo que se podría llamar una cierta indiferencia por parte de la opinión pública, los medios y los políticos».

El auge del fascismo y el nazismo, por aquel entonces, se producía a nivel callejero. El problema es que hoy, según Pankowski, tiene influencia en el parlamento y en el mismo gobierno polaco. Y se extiende en otros ámbitos sociales. Never Again está incluida en una especie de lista negra, junto a otras organizaciones que promueven el feminismo, el antirracismo y la tolerancia hacia el colectivo LGTBI, para que no puedan trabajar con alumnos y alumnas de la provincia de Malopolska. Y el dato geográfico tiene su importancia: «Es una de las principales regiones de Polonia, que simbólicamente incluye Oswiecim. Es decir, el lugar internacionalmente conocido como Auschwitz».

Como ejemplo de este resurgimiento fascista, Pankowski señala al grupo Campo Nacional Radical. Sus orígenes coinciden con el de otros movimientos similares europeos, ya fueran camisas negras, pardas o azules. La ideología de base era compartida: «Fue un grupo popular entre una parte de la juventud polaca en los años treinta, especialmente entre estudiantes universitarios. Fue prohibido por promover el odio racial y por usar la violencia. Hoy en día, un grupo con el mismo nombre existe de nuevo en Polonia, y ha sido uno de los principales organizadores de las marchas del Día de la Independencia, el 11 de noviembre. Así que vemos una cierta continuidad en los grupos fascistas en Polonia».

Una controvertida memoria histórica

El tema del colaboracionismo sigue siendo muy controvertido en Polonia. Por supuesto, el país «tiene una gran tradición de resistencia frente a los nazis en la Segunda Guerra Mundial», puntualiza Pankowski. «Y más generalmente una historia de lucha contra el fascismo. Podemos retrotraernos a la participación polaca en las Brigadas Internacionales, durante la Guerra Civil Española. Creo que, de alguna manera, nos podemos sentir orgullosos de eso. Y Never Again se ve a sí misma como parte de esa tradición antifascista». Pero algo está cambiando respecto a la memoria histórica polaca.

En los primeros años de la década del 2000, el país afrontó cara a cara su pasado relacionado con los pogromos y la violencia antisemita. Ocurrió durante la administración del socialdemócrata Aleksander Kwasniewski. Sin embargo, tras esa petición oficial de perdón y ese compromiso con la verdad, el ambiente político fue mutando poco a poco con el concurso de diferentes gobiernos conservadores.

«Lo que hemos presenciado en los últimos años es una inversión del progreso realizado en ese aspecto, en la tarea de lidiar con el pasado. La línea que domina la narrativa oficial en las principales instituciones es la negación de todas las responsabilidades polacas. El ejemplo más espectacular de esa negación fue la legislación promulgada en 2018, que prohibía específicamente cualquier discurso público que mencionara la participación polaca en el Holocausto», explica Pankowski. Esa ley fue reformada pocos meses después, pero aun hoy puede castigarse con multas económicas el hablar en público sobre ese espinoso episodio de la historia.

El objetivo no era, según el portavoz de Never Again, perseguir una a una a las personas que hablaran en público de este tema sino crear un ambiente que desanimara a quien pretendiera hacerlo. «Especialmente en el sistema educativo», subraya Pankowski, que señala al ministro de Educación, Przemyslaw Czarnek, como el político «más problemático cuando hablamos de la influencia de la extrema derecha».

Junto con diferentes formas de negacionismo, el ministerio de Czarnek está cambiando el temario oficial en los colegios e incluyendo, por ejemplo, prevenciones contra la música rock. «Esa música, según la ley, es peligrosa. Se hizo incluso una pequeña lista de bandas consideradas ‘peligrosas’. Empezando por los Beatles. Pueden imaginarse cómo de reaccionaria es la agenda de la extrema derecha», ilustra Pankowski.

En cuanto a la masa de personas desplazadas por la invasión de Ucrania, el portavoz de Never Again se muestra orgulloso del apoyo demostrado por el pueblo polaco. Pero introduce un matiz sensible: el trato recibido por otros refugiados, en su mayoría estudiantes de intercambio, que no respondían étnicamente al perfil ucraniano. Provenían «de India o de Nigeria» y no tuvieron tantas facilidades para obtener permisos de estancia o para abandonar el país con rapidez. Eso hizo que se rememoraran los peores momentos de la crisis de 2015, cuando las autoridades polacas rechazaron de plano la acogida de los refugiados de la guerra de Siria. «El derecho a la salud o a la educación se otorga de forma automática a los ucranianos. Eso es algo bueno y deberíamos esforzarnos por obtener lo mismo, el mismo nivel de protección y apoyo, para todos los demás refugiados», afirma Pankowski.

La Marea, 20 febrero 2023

Cosas Natsis con Miquel Ramos en Pandemia Digital

Conversación con Julián Macías en Pandemia Digital después de los homenajes a la división azul y la impunidad del ensalzamiento fascista con el visto bueno de las Delegaciones del Gobierno del PSOE.